Cada vez que un ciudadano incurre en un acto de corrupción ayuda a la descomposición del Estado, a la posibilidad de recibir bienes y servicios de calidad, y el precio de eso lo pagamos todos los ciudadanos con la falta de transporte público, salarios que no alcanzan para cubrir las necesidades básicas, imposibilidad de comprar una medicina, hospitales desmantelados, inflación, devaluación de la moneda nacional, explotación de los recursos naturales en detrimento del ambiente y las comunidades, entre otras.
La corrupción produce desconfianza en el Estado, en las instituciones públicas, en los dirigentes, en los partidos políticos, pues representa la decadencia de los valores éticos. Conduce a mucha gente a adoptar estrategias menos cooperativas y fomenta la deserción con el objeto de no ser explotado por personas pertenecientes a redes corruptas.
Así, quienes dicen tener valores morales bien fundamentados han caído en estas prácticas por la falta de conciencia general, a menudo ni siquiera ven que el día de mañana otra persona con más poder vendrá y les quitará lo que han construido de manera mal habida.
Los daños causados por la corrupción son incalculables e inciden en la deficiente prestación de servicios públicos elementales, por lo que es una de las causas de violaciones a los derechos humanos porque menoscaba las bases del Estado Democrático de Derecho.
Las consecuencias para el corrupto son el desprecio social que implica el peor castigo permanente, el precedente ante el sistema financiero nacional e internacional y la sanción penal que sea impuesta por un sistema judicial autónomo e independiente.